Y tal vez nos miraban
los maniquíes y los campesinos,
la multitud de los semáforos
y los niños del puente
sin saber que pasaba
nuestro amor en la historia movediza,
palabras rodeadas por los brazos,
la intimidad del vértigo,
el único refugio.
Las palabras son cuevas en la velocidad,
si tienes agua secreta,
sobre todo si surgen del pasado,
como aquel coche rojo
que subió la ladera
y se detuvo bajo los castaños.
Yo no sé lo que pasa,
pero dejaron de ladrar los perros
y la tarde se hizo más extensa
detrás del parabrisas:
su primero la ciudad,
su pintura de torres y de cúpulas
en la raya del campo,
luego mansedumbre violeta de luz,
después el infinito.
Luis García Montero
El coche